Mi historia con Diego

Colectivo Paideia
17:00

Por: Lucía Velasco

Mi recuerdo más lejano de Diego es de cuando yo tenía doce años (por allá de los inicios de los años ochentas) y andaba con mi mamá y hermano en todos los museos de la Ciudad de México (por lo menos, los que creía que eran todos), conociendo la obra del maestro. El Museo de Arte Moderno, las paredes de Palacio Nacional, el mural de Bellas Artes (reproducción del que “borraron” en el lobby del Rockefeller Center en Nueva York), la Casa Azul -de Frida- en Coyoacan, las casas gemelas  de San Ángel y, por último, el majestuoso museo-estudio Anacahualli, en donde dicho sea de paso, me asombré con la más grande ofrenda de Día de Muertos que he visto en mi vida.

No recuerdo la razón de ese recorrido. Mi madre y hermano tampoco. Por supuesto, a esa tierna edad no comprendí la obra, lo que sucedió con esas visitas fue el inicio de mi relación con dos de los personajes más interesantes de la historia cultural mexicana: Diego Rivera y Frida Kahlo.

En esta ocasión sólo escribiré de él: el maestro, “el Gordo”, el queridísimo Diego Rivera. Conocer su obra es comprender parte de lo que ahora reconocemos como nacionalismo y revisar, a través de su pintura, la historia de esta nación, desde nuestras culturas precolombinas hasta el México de la posrevolución.

El maestro nació en Guanajuato, Guanajuato, en 1886 y cuenta la historia que de niño se entretenía en dibujar… ¡en las paredes de su casa! Antes de los diecinueve años fue expulsado de la Academia de San Carlos, aquí en la Ciudad de México, y Antonio Rivas Mercado (el arquitecto que diseñó el Ángel de la Independencia), director de la Academia, le ayudó a conseguir una beca para estudiar pintura en Europa. Allá pasó quince años: España, Italia, Francia.

Regresó a México en 1922, justo cuando la revolución parecía terminarse, pero a tiempo para participar en uno de los movimientos culturales más interesantes que han sucedido en este país.

Junto con Siqueiros y Tamayo fundó el Sindicato de Pintores, que contó con la complicidad de José Vasconcelos para crear la corriente pictórica que hoy conocemos como muralismo. Las paredes de los edificios públicos se convirtieron en extensos lienzos en las que quedó plasmada la propuesta de lo que era México para estos creadores.

En el caso de Rivera su obra la podemos apreciar en el Palacio de Cortés en Cuernavaca, en Palacio Nacional, el Palacio de las Bellas Artes, en la Secretaría de Educación Pública (SEP) en la Ciudad de México y la Escuela Nacional de Agricultura en Chapingo; además de algunos edificios privados, como el mural que hizo para el Hotel Regis (mural que fue rescatado del derrumbe del temblor del 85 y preservado como el Museo Mural Diego Rivera ubicado en la Alameda Central de esta ciudad); además del Museo Dolores Olmedo y otros ya mencionados.



Colores vivos, personajes y escenas representativas de la vida mexicana, en la ciudad y el campo. Amor y violencia. Vida y muerte. El México prehispánico, el colonial, el independiente y el moderno. Imágenes que representan nuestro imaginario colectivo actual. 

Durante este periodo Diego milita en el Partido Comunista, estudia nuestra cultura prehispánica junto a Siqueiros, viaja constantemente al extranjero para cumplir compromisos de trabajo para los que es contratado y vive un tormentoso matrimonio de veintisiete años con Frida. El pintor corre con la suerte de poder disfrutar su éxito en vida.
A su muerte el maestro deja su obra y propiedades al pueblo mexicano, en un fideicomiso privado que asegura la estancia y propiedad de su obra, colecciones de arte prehispánico y objetos de su vida personal (de él y Frida) en nuestro país. Cumpliendo así con sus principios de izquierda: el arte y la cultura son del pueblo, para el pueblo.


Hace pocos años conocí los murales de la SEP y me sigo sorprendiendo con los trazos y las formas, llenas de fuerza, vida y color. ¡Descúbranlo! 

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